La rabia del pez
No es muy común cambiar de nombre y a mi no se me ha siquiera pasado por la cabeza, pero imagino que debe resultar frustrante saberse con el menos melódico o notar en él cierto barroquismo chato que lo convierte en un bocado empalagoso, por lo que el mencionado cambalache resulta una salida decorosa.
Ahora, puede presentarse el caso contrario en el que Verónica, Sebastián, Valentina y Mateo decidan salir de parranda con sus amigos quienes prefieren estrellarles en la cara un alias como Tuti, Pepi, Mariqui o Güevis (Gracias Axl por la frase). Como todo en esta entretenida-laboriosa-dubitativa-apacible-confusa vida, existen al menos esas dos posibilidades.
Dando una mirada más allá puede uno reconocer un buen fajo de ejemplos sobre cambio de nombres personificados por santos, beatos y músicos famosos. Todos ellos fueron, son y serán seguidos con emoción por sus fans pero pocos –de los seguidores- verán ‘la foto de carné’ y el nombre plasmados en el documento de identidad de su ídolo.
Giro; a lo que nos ocupa hoy. ¿Puede alguien aclarar por qué el pez cambia de nombre si a su lado nadan dos patacones, un morrito de arroz y tres rodajas de limón? Claro, algún real académico de la lengua española podrá explicármelo y hacerme saber la razón de que las cosas sean como son, aunque esperaría que el argumento no se centre en explicar cómo la costumbre cambió lo antiguo por lo nuevo.
Es posible adelantar una de las soluciones a tamaño dilema lingüistico-existencial si se cae en cuenta de que la pesca es la actividad que nos permite gozar de estas exquisiteces gastronómicas, de ahí que el pela’o se llame ‘pescado’ y no José Miguel. Pero si por ahí va la vaina, los carteles de los restaurantes no nos anuncian ‘despescuezado broaster’ ni ‘cuello-roto desmechado’, a pesar de que al pollo le retuerzan el gaznate para llevarlo a nuestra mesa. Además, varios de estos locales se autodenominan ‘pollerías’.
Menos en gracia cae que muchos pasen por las mismas circunstancias y sólo a uno le pongan el remoquete incómodo. Esto piensa el pez, quien maldice cada vez que recuerda cómo la langosta sigue siendo langosta luego de visitar la jaula y el camarón, aunque se duerma, conserva su nombre.
Entonces, los crustáceos, las especies de pastoreo, e incluso las aves de largo y corto vuelo conservan todos su apelativo después del cristiano sacrificio, por lo que parece haber aquí algo así como falta de consideración en la lengua española –o si lo prefieren, castellana-. Ni le poisson, ni the fish, ni o peixe, ni il pesce sufren de ataques tan canallas en otros idiomas.
Semejante atropello ha puesto de mal humor al pez, quien acudió a mí sabiéndome un gran entusiasta de las causas perdidas y los debates inconducentes. Debo reconocer que al comienzo pensé que este asunto podría llegar lejos, por lo que no me animó mucho la idea y preferí continuar con mis quehaceres cotidianos. Por fortuna todo fue pasando de castaño a oscuro y decidí lanzarme en vuelo perpendicular (de arriba hacia abajo, por supuesto).
Le comenté a mi triste amigo que entendía sus razones y me mostré dispuesto a darle una ‘aleta’, pues soy un convencido de que a cada cual hay que darle cuanto se merece. Comencé por explicarle que la situación es algo similar a aquella en que los padres, muy astutos, no tienen reparo en ponerle nombres anglosonoros o francochillones a sus hijos, quienes ya entraditos en años –con cédula en mano- son libres de llamarse como ellos quieran; terminé, haciendo alusión a los apodos que todos sufrimos desde el preescolar hasta el día en que recibimos el cartón universitario.
Él se sintió a gusto, digamos comprendido. Entonces, dio su aprobación a la solución que se me ocurrió en ese momento, la de iniciar nuestra campaña con este texto en busca de adeptos para un movimiento justo que tiene todas las de perder.
Señores, es hora de que el pez decida cómo prefiere que le llamen.
Ahora, puede presentarse el caso contrario en el que Verónica, Sebastián, Valentina y Mateo decidan salir de parranda con sus amigos quienes prefieren estrellarles en la cara un alias como Tuti, Pepi, Mariqui o Güevis (Gracias Axl por la frase). Como todo en esta entretenida-laboriosa-dubitativa-apacible-confusa vida, existen al menos esas dos posibilidades.
Dando una mirada más allá puede uno reconocer un buen fajo de ejemplos sobre cambio de nombres personificados por santos, beatos y músicos famosos. Todos ellos fueron, son y serán seguidos con emoción por sus fans pero pocos –de los seguidores- verán ‘la foto de carné’ y el nombre plasmados en el documento de identidad de su ídolo.
Giro; a lo que nos ocupa hoy. ¿Puede alguien aclarar por qué el pez cambia de nombre si a su lado nadan dos patacones, un morrito de arroz y tres rodajas de limón? Claro, algún real académico de la lengua española podrá explicármelo y hacerme saber la razón de que las cosas sean como son, aunque esperaría que el argumento no se centre en explicar cómo la costumbre cambió lo antiguo por lo nuevo.
Es posible adelantar una de las soluciones a tamaño dilema lingüistico-existencial si se cae en cuenta de que la pesca es la actividad que nos permite gozar de estas exquisiteces gastronómicas, de ahí que el pela’o se llame ‘pescado’ y no José Miguel. Pero si por ahí va la vaina, los carteles de los restaurantes no nos anuncian ‘despescuezado broaster’ ni ‘cuello-roto desmechado’, a pesar de que al pollo le retuerzan el gaznate para llevarlo a nuestra mesa. Además, varios de estos locales se autodenominan ‘pollerías’.
Menos en gracia cae que muchos pasen por las mismas circunstancias y sólo a uno le pongan el remoquete incómodo. Esto piensa el pez, quien maldice cada vez que recuerda cómo la langosta sigue siendo langosta luego de visitar la jaula y el camarón, aunque se duerma, conserva su nombre.
Entonces, los crustáceos, las especies de pastoreo, e incluso las aves de largo y corto vuelo conservan todos su apelativo después del cristiano sacrificio, por lo que parece haber aquí algo así como falta de consideración en la lengua española –o si lo prefieren, castellana-. Ni le poisson, ni the fish, ni o peixe, ni il pesce sufren de ataques tan canallas en otros idiomas.
Semejante atropello ha puesto de mal humor al pez, quien acudió a mí sabiéndome un gran entusiasta de las causas perdidas y los debates inconducentes. Debo reconocer que al comienzo pensé que este asunto podría llegar lejos, por lo que no me animó mucho la idea y preferí continuar con mis quehaceres cotidianos. Por fortuna todo fue pasando de castaño a oscuro y decidí lanzarme en vuelo perpendicular (de arriba hacia abajo, por supuesto).
Le comenté a mi triste amigo que entendía sus razones y me mostré dispuesto a darle una ‘aleta’, pues soy un convencido de que a cada cual hay que darle cuanto se merece. Comencé por explicarle que la situación es algo similar a aquella en que los padres, muy astutos, no tienen reparo en ponerle nombres anglosonoros o francochillones a sus hijos, quienes ya entraditos en años –con cédula en mano- son libres de llamarse como ellos quieran; terminé, haciendo alusión a los apodos que todos sufrimos desde el preescolar hasta el día en que recibimos el cartón universitario.
Él se sintió a gusto, digamos comprendido. Entonces, dio su aprobación a la solución que se me ocurrió en ese momento, la de iniciar nuestra campaña con este texto en busca de adeptos para un movimiento justo que tiene todas las de perder.
Señores, es hora de que el pez decida cómo prefiere que le llamen.
2 Comments:
Una pregunta: ¿De dónde carajos sacas estos temas? Aunque debo reconocer que, entre el ataque de risa que me dió mientras lo leía, tu punto es muy válido. Y además me sacó del momento más poco placentero que he tenido el día de hoy, gracias por alegrarme el momento.
Silvia
Silvia: Se me ocurrió un día que no tenía nada que hacer, no hay una gran historia detrás. Buena cosa alegrarle el día (o el momento).
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