viernes, agosto 11, 2006

Lencería marginada

La gente tiene sus gustos, y eso está muy bien. Siempre que el regocijo no provenga del maltrato a los semejantes, la celebración indebida de contratos o el acopio de bienes ajenos, cada quien es libre de entretenerse como le plazca. A mi por ejemplo me causa especial satisfacción comprar calzoncillos.

Hablar abiertamente del asunto resulta chocante para muchos. Desde hace un tiempo me di a la tarea de llevar una estadística actualizada del número de reuniones en las que mis amigos han hecho mención de sus más recientes visitas a la sección ‘ropa interior’. El resultado de tan interesante estudio es poco sorprendente: cero.

La tara tiene sentido, pues hablar del ‘tema’ requeriría cierta disposición para llevar el mote de maricotas por unas horas y soportar con estoicismo el escarnio que acompaña semejante revelación. Evidentemente, si uno compra estos artículos para taparse ‘aquello’ resulta complicado encontrar receptividad del público masculino para una conversación de semejante calibre. Horror de horrores, dirían las señoras bogotanas.

Pienso que la génesis de esta contrariedad se remonta a algún momento entre la novena y decimotercera navidad celebrada por cada uno de nosotros, justo cuando las tías dejaron de regalarnos trenes y aviones para mostrarnos su afecto en forma de ropa interior (medias, camisetas blancas y, por supuesto, calzoncillos). Obsequios tan faltos de… cómo decirlo… ¿criterio?… son, sin temor a equivocaciones, generadores de los bloqueos sicológicos casi irreversibles que padecemos hoy en la adultez, y cuyo síntoma principal es la incapacidad de sostener determinadas conversaciones. Mil gracias por todo, queridas tías.

Las mujeres, por contrario, comparten sin sonrojos información sobre sus compras íntimas con pasmoso desenfado. Sin interesar el grado de afinidad entre interlocutoras, las confesiones más directas sobre corsetería en general constituyen el pilar primario del diálogo femenino, en una suerte de creación colectiva que busca evitar el rezago frente a la vanguardia. Queda claro que compartir la información con sus congéneres es tan obligatorio como la visita anual al dentista.

Sin risitas quinceañeras, creo que así como se puede tener especial afecto por unos zapatos viejos, está permitido tenerlo por unos calzoncillos nuevos.

martes, agosto 08, 2006

Sin previo aviso

Medir el azar de sus encuentros hubiera dado como resultado una perfecta planificación, casi delincuente. Irónica. Aunque ellos insistieran en las jugadas de fuerzas sobrehumanas como justificación para el accidental entrecruzamiento de sus andares, nadie lo hubiera creído. Era verdad.

Él hacía lo suyo, a diario, cuidándose siempre de no invitar más de cinco veces por semana a la insistente rutina. Ella, disfrazada de princesita recatada, practicaba en el teléfono parlamentos recurrentes hasta las 5:15 p.m. Los dos bien concentrados en el quehacer cotidiano. Todo con una continuidad envidiable, propia de las radionovelas bien hechas; esas en technicolor.

Ese cuadro impedía a cualquiera pensar en un cruce de miradas que gozara de total espontaneidad.

Afortunadamente para ellos, en cualquier esquina, a ninguna hora en particular, siempre hubo espacio para un beso incidental. Producto de su fino talento para acercarse al otro sin pensarlo siquiera.

Quién lo creyera. Yo, cuando me lo contaron, no lo creí.

miércoles, agosto 02, 2006

Nada cambia

Hablé con Carmen, no por casualidad pues desde hace un tiempo estábamos intentando enviarnos señales de sobrevivencia, y resultó reconfortante saber que el frío es siempre ‘el más insoportable que puedas imaginarte’ en cualquier parte del mundo. Nadie se acostumbra del todo a sentirse cubierto de ropa y a la vez impotente para conservar calor. Pasa aquí y pasa allá.

Lo cierto es que no era importante el número de cobijas que tuviéramos cada uno encima. Decidió aparecer del nunca después para soltarme una de esas bombas que solía regalarme cuando íbamos y veníamos de un lado a otro del pasillo en el supermercado: estoy a punto de mandarte a la mierda, me harté de este peinadito al estilo Julie Andrews, conocí a la querida de mi papá y me pareció fantástica.

Siempre ha logrado desconcertarme con sus revelaciones intempestivas, al punto de olvidar el queso en la estantería de los licores. Esta vez todo fue más previsible pues, como no hablábamos desde hace tanto, su voz en el teléfono era ya un aviso de lo venidero; sin importar que el acostumbrado carrito hubiera desaparecido. Comenzó con una extensa serie de rodeos que incluyeron preguntas por los viejos conocidos, las travesuras de los gatos y el sabor de la sopa casera que compartíamos de cuando en cuando. Todo seguía igual.

Cuando fue insostenible tanta tonta maniobra para aplazar el golpe, el acostumbrado sarcasmo asomó por sobre su hombro izquierdo y se abalanzó contra mi cara como un áspid.

-¿Al final, fue difícil no olvidarme?

Cervantes, el Pambe, estaría dichoso de medirse con esa zurda.